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Bien lo decía mi Abuela: “cómetelo todo que hay muchos niños que no tienen que comer”. Ese refrán me ha pasado por la mente una y otra vez, mientras veo las desgarradoras crisis de mi casa Florida, mi querido México y la isla que me vio nacer Puerto Rico.

Esta vez me tocó cerca, ha sido muy duro. Tanto así que me ha llevado hasta el apetito.

Desde tener que empacar y abandonar mi residencia en una hora, sin saber la tendría “viva” al regresar a Miami después del huracán. De tener que sacar fuerzas para cocinar y dar un show en vivo, mientras Irma azotaba mi casa y mi familia. Hasta no saber por cinco angustiantes días, si mis abuelos en Puerto Rico estaban vivos o si tenían o no un plato de comida caliente frente a ellos.

Las desgracias que la vida ha puesto frente a nuestros ojos en estos días le quitan la alegría y los antojos a cualquiera. Es como ser parte del elenco de una película de terror.

Un día estamos y otro día quizás no. Una chica de mi equipo pasó el huracán Irma con mis padres en Miami. Y para ser honesta, feliz, pues no sufrimos mayores complicaciones. Al día siguiente, se fue a su natal México de visita, y ahí le tocó saborear el amargo dolor del terremoto sin saberlo.

Lo que hemos visto en persona, en las redes o en la televisión, nos enseña a valorar las simples cosas de la vida. Esas cosas que, si miro atrás, eran las que hacían nuestras abuelas pero que nosotros con los años y la rapidez en la que vivimos, nos olvidamos de apreciar. Valorar el agua hasta el último sorbo, aún caliente, valorar un plato de comida, aunque sea un wrap de conserva de pollo sin calentar o un sandwich de galletas con jalea y mantequilla de maní.

Hoy día no nos duele comer afuera sabiendo que tenemos ingredientes para cocinar en casa. Se nos olvida valorar el último pedazo de aguacate, un pedacito de sobras de queso o zanahoria o las sobras de ayer, porque simplemente no queremos comer lo mismo por dos días seguidos.

Sufriendo la necesidad de mi gente tan de cerca, aprendí que con cualquier cosa podemos ser felices. Entendí que cenar con el vecino con el que no hablaba por falta de tiempo es muy divertido. Que la conversación con el chico frente a mí, en la fila de una hora para buscar agua o pan me ayudó a relajarme y hasta una llamada de tu gente para decirte “estamos bien” te hace la persona más feliz.

Cuando se presentan estos fenómenos, nos atacan a todos por igual, sin importar nacionalidad, raza, clase social o religión. Lo bonito es que como raza humana nos hemos unido y aprendido a valorar esas pequeñas cosas que damos por sentado siempre. Entre ellas comprender el dicho de la Abuela que dice que “hay que comérselo todo pues hay mucha gente que no tiene qué comer”.